la idea de américa latina y los estados unidos: la revista la nueva democracia (1920-1963)

 

GERMÁN FRIEDMANN

Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”

Universidad de Buenos Aires

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Argentina

https://orcid.org/0000-0002-5042-3859

 

Paula seiguer

Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”

Universidad de Buenos Aires

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Argentina

https://orcid.org/0000-0003-0155-186X

 

 

PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,

Año 18, N° 35, pp. 154-183

Enero-Junio de 2025

ISSN 1853-7723

ARK CAICYT

https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s18537723/q5a2qe286

 

Fecha de recepción: 05/05/2025 - Fecha de aceptación: 18/09/2025

 

Resumen

Este artículo analiza algunas de las formas en que la noción de América Latina fue construida a partir de una dinámica de diálogo/oposición con los Estados Unidos. Para ello se concentra en la revista La Nueva Democracia, publicada en Nueva York en castellano. Esta publicación fue una iniciativa protestante, dirigida inicialmente por un asesor del Departamento de Estado norteamericano, y sin embargo atrajo contribuciones de grandes figuras del antiimperialismo latinoamericanista, entre ellas políticos e intelectuales de primera línea. El artículo entonces examina las posiciones que pueden encontrarse en la revista, y busca explicar por qué esta iniciativa tuvo tanto éxito en atraer estas participaciones, y cómo se construyó en sus páginas una idea de América Latina desde el “imperio” y en diálogo con él.

Palabras Clave

América Latina Estados Unidos – identidades imperialismo – antiimperialismo.

 

THE IDEA OF LATIN AMERICA AND THE UNITED STATES: THE JOURNAL LA NUEVA DEMOCRACIA (1920-1963)

Abstract

This article analyzes some of the ways in which the notion of Latin America was constructed from a dynamic of dialogue/opposition with the United States. It focuses on the magazine La Nueva Democracia, published in New York in Spanish. This publication was a Protestant initiative, initially led by an adviser to the American State Department and nevertheless attracted contributions from great figures of Latin Americanist anti-imperialism, including leading politicians and intellectuals. The article thus examines the contributions to the magazine and seeks to explain why this initiative was so successful in attracting these participations, and how an idea of Latin America was built in its pages, from the “empire” and in dialogue with it.

Keywords

Latin America – United States – identities – imperialism – anti-imperialism

 

LA IDEA DE aMÉRICA LATINA Y LOS ESTADOS UNIDOS: LA REVISTA LA NUEVA DEMOCRACIA (1920-1963) [1]

 

Introducción

La existencia de América Latina, sus límites geográficos e históricos, sus características culturales y/o sociales, han sido y siguen siendo objeto de múltiples proyectos y discusiones. Como que otras ficciones del lenguaje político, que difícilmente encuentran un reflejo concreto en la realidad vivida de los actores, y no por esto dejan de tener una enorme potencia movilizadora, América Latina es una obviedad escurridiza.

Pocas palabras en el vocabulario político son tan ricas en ambigüedades y equívocos, ya que no es posible reducirla a ninguna característica esencial que la defina. Pero, así como la abstracción que es la Nación puede volverse tangible en la vida cotidiana a través de la intermediación de un Estado que crea instituciones que dicen representarla, América Latina es vivida y creada mediante los organismos internacionales que hablan por o para ella, los establecimientos culturales y gubernamentales, y también (de manera crucial) a través de iniciativas culturales como publicaciones, cátedras y cursos de estudios, o arte autodefinidos como “latinoamericanos”.

La idea de “América Latina” tiene una larga historia que por razones de espacio no desarrollaremos aquí. Si bien en muchos casos la concepción de una identidad latinoamericana se formó como rechazo a la influencia continental norteamericana, en otros fue completamente deudora de aquella, porque desde allí se veía a la región como a una unidad. Un claro ejemplo es el panamericanismo, movimiento diplomático, político, económico y social que buscaba crear, fomentar y ordenar las relaciones, la asociación y cooperación entre los estados de América (Morgenfeld, 2011; Scarfi y Sheinin, 2022; Salvatore, 2005, 2014). Más allá de las finalidades buscadas por las sucesivas administraciones estadounidenses y de los obstáculos puestos por diversos gobiernos de la región, que veían en él un avance encubierto del imperialismo, el panamericanismo actuó como un catalizador, un dador de identidad externo. Uno de los pocos casos en los que América Latina adquirió cierta clase de estructura legal fue cuando se la incluyó en la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas, que más tarde mutaría en la Unión Panamericana y en la Organización de los Estados Americanos. Aunque estas organizaciones buscaban la consolidación de una unión hemisférica occidental liderada por los Estados Unidos, ayudaron también a fortalecer y/o crear el “componente latino” del continente, por ejemplo, mediante la construcción de un nuevo orden legal interamericano (Scarfi, 2014).

Otro tanto podría decirse de la influencia cultural que a lo largo del siglo XX han tenido los Estados Unidos como potencia continental y mundial. Desde el inicio del “siglo norteamericano” (Nolan, 2012) la usina de la latinidad se fue trasladando de París, donde surgió en el siglo XIX, a Nueva York (Streckert, 2013). El alcance global de la lengua y la cultura de masas estadounidense terminaron por transformar a “Latinoamérica” y “latino/a” en términos comunes en los idiomas contemporáneos. Estos conceptos no ganaron popularidad hasta la migración masiva de hispanoamericanos hacia los Estados Unidos, con la consiguiente influencia social y política de los “latinos” en aquel país. Fue así como comenzaron a ser ampliamente utilizados en ámbitos que excedían al mundo intelectual o universitario.

Consideramos a la idea de América Latina como una identificación geográfica-política-cultural dentro de un repertorio de opciones históricamente disponibles (Hispanoamérica, Iberoamérica, Lusoamérica, Indoamérica, Nuestra América, Abya Yala, así como Sudamérica, Mesoamérica, Centroamérica, o las diversas identidades nacionales y regionales). Su construcción alcanzó entre 1920 y 1960 un momento de difusión, debate y eventual naturalización que resulta importante comprender. Nos centramos para ello en un objeto cultural muy particular: la revista La Nueva Democracia, que se publicó en Nueva York entre los años de 1920 y 1963. Su origen estuvo ligado al proyecto del panamericanismo y a la política del “buen vecino”, y de hecho, su primer director fue un asesor del Departamento de Estado norteamericano. Por este motivo, puede ser vista como parte de la avanzada político-cultural estadounidense, un instrumento de su soft power imperial. Aunque, al mismo tiempo, se convirtió en un foro de intercambio y debate sobre las diversas formas de pensar e imaginar las identidades americana, latinoamericana, “latina” y estadounidense, entre otras, así como sobre el valor y los sentidos de la democracia, un valor clave que la revista postuló como base de la unidad americana. El origen de la revista le agrega, además, una dimensión religiosa que resulta interesante vincular con la política. Fue creada y sostenida por el Committee on Cooperation in Latin America (CCLA) una institución dependiente de un consejo interdenominacional de iglesias estadounidenses cuya misión era la difusión del protestantismo en la región.

Sin embargo, lo que vuelve a la revista más intrigante son sus colaboradores: en las páginas de La Nueva Democracia participaron figuras de distintas extracciones ideológicas, sociales y religiosas, varios de los cuales fueron importantes referentes del antiimperialismo, así como de la unidad latinoamericana, a la vez que figuras públicas de relevancia como políticos, funcionarios, y líderes de la opinión pública. Entre ellos podemos citar a Gabriela Mistral, Manuel Ugarte, Francisco Romero, Alfredo Palacios, Víctor Andrés Belaúnde, Víctor Raúl Haya de la Torre, Gilberto Freyre, Germán Arciniegas, Guillermo Korn, Alberto Zum Felde, Arturo Capdevilla, Jorge Mañach, Max Henríquez Ureña, Arturo Uslar-Pietri, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Juana de Ibarbourou, Luis Alberto Sánchez, Alejandro Sux y muchísimos otros. ¿Qué impulsó a estos destacados personajes a participar en una revista como La Nueva Democracia, y cómo logró este emprendimiento cultural asegurar su interés de manera continua a lo largo de tantas décadas?

Para responder a estas preguntas y analizar cómo se construyó la idea de América Latina en el diálogo de las páginas de la revista, este trabajo se organizará en cuatro partes. En la primera, examinaremos los orígenes de la publicación y sus características principales. En la segunda, enfocaremos el tratamiento que la revista hizo del concepto de “democracia” como rasgo unificador de las Américas. En la tercera nos concentraremos en aquellos rasgos que en La Nueva Democracia se atribuyen a la división entre una América “latina” y otra “sajona”. La última sección reunirá algunas conclusiones.

 

Los orígenes del “panamericanismo evangélico”

Las iglesias protestantes de los Estados Unidos habían comenzado en el siglo XIX un proceso de exploración y expansión en América Latina. La progresiva organización de los Estados-Nación, trajo consigo leyes que fueron garantizando la libertad de cultos y la protección de la diversidad religiosa. En varios países la decisión estatal de promover la inmigración hizo que los protestantes fueran vistos como nuevos ciudadanos antes que como extranjeros, con una presencia permanente y legítima en la región.

En 1910 estalló una crisis en el ámbito de las misiones latinoamericanas cuando estas quedaron fuera de la consideración de la Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo. La reunión fue planteada como un espacio de intercambio al cual se invitó a todas las iglesias cristianas, y se estableció que la Iglesia Católica no podría ser criticada abiertamente, y que las misiones entre los pueblos indígenas del sur americano no serían mencionadas (Rowdon, 1967).

La virtual expulsión del congreso de las instituciones que operaban en la región llevó al líder presbiteriano norteamericano Robert E. Speer a organizar una Conferencia sobre las Misiones de América Latina, que se celebró en Nueva York en marzo de 1913. Esta reunión creó el Comité para la Cooperación en América Latina (CCLA), un organismo con sede en Nueva York, conducido por Samuel Guy Inman, cuyo propósito era coordinar los esfuerzos de las misiones estadounidenses y canadienses.

Inman fue un misionero de la iglesia de los Discípulos de Cristo, que trabajó en México y América Central. Fue también asesor de Franklin D. Roosevelt y consultor tanto del gobierno norteamericano como de otros países de América, como experto en las relaciones continentales. Escritor prolífico y crítico de las intervenciones militares estadounidenses, buscó difundir el conocimiento de las culturas latinoamericanas con el objetivo de mejorar sus relaciones con el país del norte. También fue profesor en las universidades de Columbia y de Pensilvania, y estuvo estrechamente ligado con la organización del panamericanismo: participó de la Quinta Conferencia Panamericana, en 1923, como enviado del Departamento de Estado de los Estados Unidos, y asistió a todas las conferencias subsiguientes hasta 1954 (Pareja Diezcanseco, 1966; Woods, 1962; Inman, 1917, 1921a, 1921b, 1921c, 1922, 1924, 1940).

El CCLA, una división de las Foreign Missions del National Council of Churches of Christ in the United States, organizó en 1916 en Panamá el primero de una serie de Congresos sobre el Trabajo Cristiano en América Latina, que apuntó a organizar colectivamente a las iglesias protestantes.[2] Bajo el influjo del CCLA, el Congreso de Panamá se autodefinió como “panamericanismo evangélico” (Braga, 1917).

Aspirando a llegar a audiencias mayores, el CCLA fundó en 1920 la revista La Nueva Democracia. Editada en Nueva York, primero bajo la dirección de Inman (1920-1939) y luego  del mexicano Alberto Rembao (1939-1962),[3] la revista se convirtió con el tiempo en un influyente foro de discusión política y cultural, en el que colaboraron intelectuales de primera línea de toda América Latina (Mondragón, 1994, p. 328).

La revista salía inicialmente en un formato mensual, con secciones fijas tituladas “Sociología y moral”, “Ciencia e inventos”, “Arte y educación” y “Crónica mundial”, distribuidas en unas 30 a 50 páginas. Estaba destinada a un público ilustrado, hispanohablante, y potencialmente interesado en el rol que las iglesias debían desempeñar en América Latina y el mundo. Sin embargo, desde el inicio los redactores no fueron solo pastores ni protestantes. Muchos eran periodistas residentes en Nueva York, amigos personales de Inman que se reunían con cierta frecuencia a cenar y discutir ideas en su casa (como el mexicano Manuel Carpio, el chileno Tancredo Pinochet Lebrun, y el argentino Enrique Gil).[4]  Además, Inman fue creando redes importantes de conocidos a través de sus viajes y sus puestos como pastor, profesor, consultor y diplomático. La participación de estos personajes dio a la revista un claro giro político, en donde la relación entre los Estados Unidos y las repúblicas al sur del continente era un tópico central.

No sabemos cuál fue su tirada, pero parece haber tenido una distribución extensa, a través de las iglesias protestantes en los países latinoamericanos, y de redes personales de intelectuales y políticos. La revista también intercambiaba ejemplares con otras publicaciones que le resultaban de interés, como el caso de Amauta, dirigida por José Carlos Mariátegui.[5]  A lo largo de los años La Nueva Democracia no manifestó nunca escasez de fondos, algo sorprendente en un proyecto editorial de esta clase, y que sugiere que la publicación contaba con ingresos que excedían las ventas, y que le permitían sostenerse con sus oficinas en el número 25 de Madison Avenue en Nueva York. Si estos fondos provenían del CCLA y de las iglesias norteamericanas, o del Departamento de Estado, o de la Unión Panamericana, es algo que queda para futuras investigaciones. Esta situación de aparente comodidad se mantuvo durante todo el período de dirección de Inman, y es posible que se debiera a su cercanía con Leo Stanton Rowe, director de la Unión Panamericana (nombrado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos) entre 1920 y 1946.[6]

Debe recordarse que las iglesias protestantes norteamericanas, particularmente las evangélicas, se involucraron ya desde el siglo XIX en proyectos humanitarios internacionales que las volvían interlocutoras obligadas del Estado en relación con la política exterior (Curtis, 2018). Para el período que nos ocupa, las iglesias del llamado “mainline” protestante (teológicamente moderadas, e imbuidas de las ideas del Evangelio social), construyeron proyectos misioneros intervencionistas que a menudo tuvieron relaciones más o menos estrechas con diversas oficinas estatales (Thompson, 2015; McAlister, 2018), constituyéndose en parte importante de la proyección estadounidense hacia el exterior (Corrigan, McAlister & Schäfer, 2022). Más allá de esto, la importancia de la fe para los sucesivos líderes de la política “secular” los hacía permeables a las representaciones de las iglesias (Preston, 2012; Pike, 1995).

En 1939 Rembao asumió la dirección de La Nueva Democracia. Residente desde su juventud en los Estados Unidos, Rembao cultivó relaciones personales con un amplio espectro de intelectuales latinoamericanos e hizo de su casa en Nueva York un importante centro de reunión.[7]  La publicación sufrió una interrupción durante 1946, y retomó su edición en 1947, pero en forma trimestral. Abandonando la polémica política abierta, se reconvirtió en una revista con un formato diferente (páginas más pequeñas, sin ilustraciones, pero mucho más numerosas, en general 128), y orientada a exposiciones filosóficas, teológicas, reseñas literarias e historiográficas. Se trataba de una revista pensada para un público universitario con intereses en las ciencias humanas. Llegó abruptamente a su fin con la muerte de Rembao, a finales de 1962: el único número de 1963 fue una celebración in memoriam de su último director.

 

La democracia como característica americana

¿Cuál es el sentido del título de la revista, la “Nueva Democracia”? Desde el primer número quedaba claro que la democracia constituía para los editores una característica central del continente americano, en oposición a una “Europa quebrantada y en peligro inminente de completa ruina” que, atada a sistemas monárquicos y a sociedades donde reinaban la desigualdad y los privilegios, había terminado por destruirse en la Gran Guerra. América estaba destinada a ser el reservorio de una civilización en crisis ante problemas que “si no se remedian prontamente” amenazaban con derrumbarla “con la misma facilidad con que los bárbaros derrumbaron el Imperio Romano”.[8]

El contexto de la posguerra permitió la reactualización de una idea más antigua y de raíces complejas, la de América como el futuro de la humanidad. La democracia americana tenía su origen en su condición de “nuevo mundo”. Como sostenía C. C. Martin, “los primeros colonizadores, del norte como del sud, trajeron la convicción de que al fin gozarían en el nuevo mundo lo que se les negaba en el viejo.” Esta tradición había convertido a América en el “continente de la Libertad”, hogar de próceres como Washington, Jefferson, Sarmiento, Mitre, San Martín, Belgrano, Bolívar, O’Higgins, Carrera, Güemes, La Mar, Santander, Santa Cruz, Sucre, Juárez, “símbolos de la esperanza humana”. Era también el origen de “ese gran ejército americano que fue a Europa y puso a salvo en el mundo la democracia”. Porque no se debía olvidar que “aunque los Estados Unidos forjaron las armas y aportaron el contingente de hombres…toda la América estuvo unida en ese gran combate” y “al norte lo mismo que al sur el espíritu de la democracia surgió potente”.[9]

El común amor por la democracia, que habría unificado a los países americanos más allá de su diversidad interna, no era un ideal abstracto y ahistórico. El calificativo de “nueva” aludía a un fenómeno contemporáneo, que llenaba el concepto de contenidos sociales inescindibles de su verdadero desarrollo, excediendo los mecanismos formales de representación. En el segundo número de la revista, su editorial afirmaba que ya no se consideraba al sufragio y al jurado como instituciones insuficientes para asegurar la democracia “si no se corroboran con otras ayudas que hagan el sufragio universal verdaderamente libre, consciente y representativo, y otros medios que faciliten al pobre las mismas oportunidades y auxilios que posee el rico para obtener justicia libre e imparcial”.[10]

Esta idea de democracia, que respondía al clima más amplio de crisis del liberalismo propio de la primera posguerra, estaba inspirada en el cristianismo del Evangelio Social, un movimiento del protestantismo norteamericano que consideraba la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los sectores más pobres, y la construcción de un sentimiento de cooperación, como formas de construir el reino de Dios sobre la tierra (Bruno-Jofré, 1984; Gutiérrez Sánchez, 2017; Mondragón,2005; Szasz, 1982; Pike, 1995). El objetivo era el de lograr “la justicia social y la fraternidad entre todas las clases sociales”,[11] construyendo una sociedad en donde Estado e individuo se complementaran, y la oposición de clases se superara mediante el principio del servicio al prójimo. La visión de esta democracia “nueva” era organicista, y la analogía utilizada para explicarla era la del cuerpo humano, cuyos órganos, sin importar su función, debían cooperar para el bienestar de todos. De la misma manera, en la nueva democracia, “pobres y ricos, capital y trabajo, ciudadanos y estados” convivían y se prestaban “servicios mutuos” en un “espíritu democrático”. Cuando este compenetrara a toda la sociedad, “poco importará ser rico ni pobre, ni ser sabio ni ignorante, puesto que unos y otros quedarán igualmente obligados a prestar servicios, según sus distintas capacidades y diversas posiciones sociales”.[12]

Esta unidad cooperativa solo sería posible cuando los más pobres gozaran de un bienestar económico mínimo y del acceso a una educación. Unos años más tarde, Inman retomó conceptos sostenidos por Rowe al inaugurar la V Conferencia Panamericana, en donde advirtió que “la democracia consiste en algo más que en una mera fórmula de gobierno” limitada “al nombramiento de empleados públicos”  y que “el éxito de las instituciones democráticas” dependía “del grado de cultura y de emancipación económica de las masas de la población” más que del mero ejercicio del sufragio (Inman, 1924, p. 51).

Esta idea no era novedosa en el pensamiento de Inman, que ya había sostenido algo similar en la revista unos años antes, diciendo que “la democracia jamás puede prosperar sin una instrucción y una educación populares e intensas”, y que una nación de analfabetos no podía ser democrática ya que sería “gobernada por autocracias en forma monárquica, socialismo, zarismo, o por demagogias bajo el nombre de soviets, clubs anárquicos o bolcheviques”.[13]

La preocupación por la educación como base del sistema democrático no era nueva. En la ideología protestante la educación como emancipadora del individuo tenía sus bases en la necesidad de enseñar a leer a los fieles para que pudieran acceder a la lectura individual de la Biblia. La escuela era esencial para el logro del cambio social. La revista citaba al presidente Woodrow Wilson, cuáquero devoto, quien afirmaba: “creo que la Biblia debe ser considerada como la Carta Magna del alma humana”.[14] En su expansión en América Latina las iglesias protestantes se habían presentado como vehículos de la democracia, tanto por sus prácticas deliberativas y de votación en asambleas como por la toma colectiva de responsabilidades, y por la fundación de escuelas que realizaban.

Esta concepción de la democracia vinculada a la educación resultaba atractiva para los intelectuales de países americanos que podían ver en los Estados Unidos un modelo. La relación del argentino Domingo Faustino Sarmiento con los destacados educadores Horace y Mary Mann, ya había dado lugar en 1867-1868 a la aparición de  Ambas Américas. Revista de educación, bibliografía y agricultura. Al igual que La Nueva Democracia, esta publicación se editaba en Nueva York, en castellano, y tenía el doble objetivo de propagar en el resto del continente el modelo educativo, industrial y agrícola norteamericano, y de servir como un espacio de discusión en donde los intelectuales hispanoamericanos y estadounidenses pudieran interactuar (Tenorio Trillo, 2017, pp. 7-8; Jaksic, 2007, pp. 273-310).

Aun así, la conexión entre educación y democracia se prestaba a más de una interpretación. Un asiduo colaborador de la revista, el chileno Tancredo Pinochet Le-Brun, destacado militante en favor de la obligatoriedad de la educación primaria, sostenía que los hombres de América Latina debían ser pulidos en el “mollejón” que era la escuela para ser herramientas adecuadas, dado que en la región “no faltan hombres”, pero sí “faltan hombres cultivados, faltan hombres preparados. Un analfabeto no debiera siquiera contarse como un hombre en el censo de un país”.[15]  Unos años más tarde, en su campaña a la presidencia de Chile, fue incluso más explícito al decir que “los incultos no deben votar” y que esto no era antidemocrático, ya que “si digo que para votar se necesita cultura, no le doy golpe alguno a la democracia; al contrario, le doy auge a los principios democráticos, pues todos los hombres pueden adquirir cultura, y la necesitan para votar inteligentemente” (Pinochet Le-Brun, s/f, pp. 18-19).

Así, la educación podía actuar como un limitante del derecho al voto en el contexto latinoamericano para algunos intelectuales que veían allí un déficit que debía superarse para alcanzar una democracia plena. Es importante tener en cuenta que entre las propuestas de los editores de la revista y su recepción por parte de los colaboradores y columnistas existían diferencias.

La capacidad para contener ciertas ambigüedades y entablar diálogos con posiciones algo divergentes, pero que compartían la preocupación por la realización de una democracia más “verdadera” resulta notable en la relación que la revista entabló con las principales figuras del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana).[16] A través del misionero presbiteriano John Mackay, asiduo colaborador de la publicación, y fundador del Colegio San Andrés (luego Anglo-Peruano) de Lima, se inició un diálogo que culminó en el apoyo sistemático a la campaña por la liberación de su líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, durante su detención en 1932-1933, y en la publicación de numerosos artículos del propio Haya, Luis Alberto Sánchez y otros renombrados apristas como Antenor Orrego, Luis Heysen, Felipe Cossío del Pomar y Manuel Seoane (Gutiérrez Sánchez, 2017, pp. 279-310; Bruno-Jofré, 1984).

El sentido que la revista le otorgaba a la democracia también fue cambiando con el contexto. En la primera posguerra La Nueva Democracia se alineó con el proyecto wilsoniano. Más adelante se encolumnó detrás de Franklin D. Roosevelt, que con su New Deal parecía ofrecer una oportunidad de realización al ideal de una democracia social, y que luego se convertiría en el paladín de la democracia americana frente a las dictaduras europeas durante la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt aparecería durante la guerra como el “portaestandarte de la Democracia mundial”,[17] “varón representativo de una raza disciplinada, que observa la religión democrática y entona el salmo de la vida en esta hora trágica de matanzas e ignominias”,[18] y el entusiasmo por su figura llevó a la revista a publicar un sinfín de poemas y notas en su honor.[19]

El fervor por Roosevelt no impidió que se publicara en 1937 un artículo de Haya de la Torre donde afirmaba una posición polémica en relación con la línea de la revista, explicitando “soy antipanamericanista”, algo que fundamentaba en la imposibilidad de lograr una “sólida comunión” continental debido a la “excesiva preponderancia de los Estados Unidos”. Acusaba al presidente norteamericano de hipocresía al presentarse como adalid de la democracia frente a las dictaduras europeas mientras mantenía un silencio cómplice con las del continente americano que eran sus aliadas, y sostenía “qué bien haría el presidente de los Estados Unidos si, leal a sus principios democráticos y pacifistas, condenara…en nombre de los pueblos que lo sufren, a los autócratas criollos que consideran a Mr. Roosevelt como su ‘gran amigo’”.[20]

El ascenso de los regímenes totalitarios en la entreguerra y la Guerra Civil española había llevado a la revista a publicar artículos en defensa de la república. La inminencia de un enfrentamiento armado más general la obligó a clarificar su ubicación entre el “Anticristo de Moscú y el Anticristo de derecha”,[21] alineándose con la posición de Roosevelt, que daba prioridad a la lucha contra el nacionalsocialismo. En este contexto, Rembao afirmó en 1937 que el fascismo era “un enemigo de Cristo y la Cristiandad mil veces más tremendo que el comunismo” ya que era “la perfecta encarnación del Anticristo”, no ya  “enemigo del hombre, sino que enemigo de Dios”; y la prueba de ello eran “las iniquidades cometidas por el caudillo Hitler con la minoría israelita del pueblo alemán”.[22]

Para 1942, Jorge P. Howard, pastor metodista argentino, buscaba delinear los límites entre la democracia social que apoyaba y cualquier colectivismo que implicara la abolición de los principios básicos del liberalismo, insistiendo en que la grandeza de una civilización se medía en que esta “concede libertad al hombre individual para que desarrolle hasta el máximum sus capacidades y poderes”, dentro de una colectividad que permite “una infinita diversidad de vidas individuales” y que “no someterá a sus miembros componentes a una disciplina que los obligue a pensar del mismo modo”.[23]

En 1943 la revista publicó una nota escrita por Haya de la Torre en donde el líder del aprismo afirmaba aquella misma asociación entre democracia y libertad, puesto que “el signo democrático es el signo de nuestro tiempo” y “la exigencia primaria de la masa es la libertad”. Haya abandonaba aquí el tono crítico del artículo anterior para celebrar (en un momento en que el curso de la guerra estaba ya definido) a los aliados como adalides de la “revolución democrática”.[24]

En la inmediata posguerra, el entusiasmo por el triunfo de la democracia llevó en un primer momento a sus editores a mirar con ojos favorables a la URSS, que según creían habría estado en proceso de reformarse abandonando prácticas totalitarias del pasado.[25] Esta primera actitud dio paso a una decepción con el desarrollo de la Guerra Fría. En este último período la democracia sostenida por la revista, que a ojos de sus directores tenía (como hemos visto) una esencia cristiana, apareció como el freno necesario frente al comunismo ateo que la amenazaba en su infiltración americana y mundial.

 

América Latina y América Sajona

Si la apelación a la democracia permitía a la revista proclamar una esencial identidad americana, acorde con los postulados del panamericanismo, este movimiento unificador fue complementado por la distinción de dos espacios fundamentales dentro del continente: América sajona y la que a lo largo del tiempo y dependiendo de las preferencias de cada autor, la revista llamó “América L/latina”, “Indoamérica”, “América hispana”, “Hispanoamérica”, “Iberoamérica”, etc. En su primer editorial, Inman dejaba claro cómo pensaba la articulación entre ambas al decir que la revista se encaminaba “no a subordinar la civilización Latino-Americana a la civilización Anglo-Sajona, o vice-versa; sino todo lo contrario, para tratar de demostrar en qué puntos pueden ambas civilizaciones completarse y perfeccionarse, por compenetración e influencias mutuas.”[26]

Los límites de aquella “otra América” y la similitud intrínseca de los países que la componían fueron parte de un debate que ayudó a definirla y producirla políticamente, en el que participaron intelectuales y políticos de ambos hemisferios.

A diferencia de los otros “panismos”, el panamericanismo fue un movimiento exclusivamente político: nunca pretendió la existencia de una unidad racial ni cultural dentro de los territorios que buscaba abarcar. Por ello no se arraigó en el pasado ni en la búsqueda de una esencia compartida, sino que apuntó al futuro, a la idea de un destino e intereses en común. Era perfectamente compatible con la idea de la existencia de una “América Latina”, que volvía más sencillo establecer la cooperación con los Estados Unidos, que representaban en forma de sinécdoque a la América sajona.

Si desde la perspectiva de los Estados Unidos la idea de la existencia de una América Latina resultaba funcional al intento de atraer a las otras naciones americanas hacia su órbita, alejándolas de Europa, esa convicción coincidió con los intereses de intelectuales y políticos de las repúblicas del sur, quienes encontraban en el discurso latinoamericanista herramientas políticas útiles tanto para dialogar como para confrontar con los Estados Unidos a partir de una posición antiimperialista.

En 1923 La Nueva Democracia reprodujo un discurso del argentino José Ingenieros, reconocido creador de la Unión Latino-Americana (Terán, 1986, pp. 51-83; Pita González, 2004), que denunciaba el proyecto panamericanista como una farsa, sosteniendo su oposición a una doctrina Monroe que “parecía ser la llave de nuestra independencia y se convirtió en la ganzúa de nuestra conquista”, dado que “el clásico ‘América para los americanos no significa ya otra cosa que reserva de ‘América Latina para los norte-americanos’”. Ante esto, sostenía, la única respuesta para los países del sur del continente era una unión, que constituía una “verdadera y simple defensa nacional” ante el avance imperialista del capitalismo estadounidense. La única opción era “entregarse sumisos y alabar la unión Pan-Americana (América Latina para los norte-americanos), o prepararse en común a defender la independencia, echando las bases de una Unión Latino-Americana (América Latina para los latino-americanos)”.[27]

El redactor de la revista, el español Juan Orts González,[28] escribió una indignada respuesta, acusando a Ingenieros de importar las lógicas de división “que están acabando con el crédito, prestigio y civilización europeos” atentando contra el “verdadero idealismo que puede hacer de América una para la libertad, una para la democracia, y una para el bienestar de sí propia y de la humanidad”.[29]

Sin embargo, los discursos antiimperialistas continuaron teniendo espacio en la revista. Un convencido militante de la unión de “Indoamérica” como Haya de la Torre, podía escribir en 1938 una nota exclusiva, condenando las políticas estadounidenses del pasado, que predicaban la fraternidad mientras intervenían militarmente, y reclamando, sin embargo, nuevas formas de intervencionismo norteamericano, “porque no vale defender la democracia en los 48 estados norteamericanos y hacer la vista gorda en cuanto a los 20 estados indoamericanos se refiere, en nombre de la no intervención”. Dado que “la no intervención no existe nunca en el caso de las relaciones interamericanas”, opinaba como “un antimperialista constructivo”, “ni anti-yanqui, ni anti-rubio, ni anti-sajón”, que era necesaria “una equilibrada relación entre ambas Américas con trascendente significado para el porvenir de la humanidad”. En su mirada, aquel equilibrio había sido roto por el imperialismo, que podría ser superado si se creara “un nuevo sistema de relaciones interamericanas” basado en la unidad de los países del sur. Cerraba diciendo que si él fuese norteamericano “sería un vehemente partidario de ayudar a la unificación de los veinte estados de Indoamérica, acelerando así lo que tarde o temprano tendrá que venir.…estas intervenciones sin cañones, sin marinos y sin superiority complex, sí necesitamos...!”.[30]

Diez años más tarde, otro antiimperialista convencido, el filósofo mexicano Leopoldo Zea reflexionaba en un artículo de La Nueva Democracia sobre la existencia de  “dos Américas: La Ibérica y la Sajona”, que a veces podían aparecer como contradictorias, y otras como complementarias. Sostenía que, “en Iberoamérica”, “Norteamérica” había sido pensada tanto “como la expresión del espíritu de todas las libertades” como “la expresión de los más rudos materialismos”. Zea reivindicaba a Washington por la proclama de los derechos del hombre, a Lincoln por la abolición de la esclavitud y a Roosevelt como adalid de la democracia universal. Sin embargo, advertía también en contra de los Estados Unidos de las ambiciones territoriales imperialistas, del “destino manifiesto” y la discriminación racial. La mirada sobre el espejo estadounidense había sido crucial para el “descubrimiento” de las cualidades propias de su Iberoamérica, ya que sus despotismos “nos han hecho admirar a la Norteamérica paladín de las libertades y de los derechos del hombre”, al mismo tiempo que “el apoyo que algunas fuerzas de la misma América del Norte han dado a esos despotismos nuestros, en defensa de intereses muy particulares, han hecho a los iberoamericanos rechazar a la Norteamérica.” Este era el origen de “la visión positiva de un Sarmiento y la visión negativa de un Rodó; lo mismo que la doble visión de Francisco Bilbao”.[31]

El contexto de la Segunda Guerra Mundial volvió aquel diálogo mucho más acuciante para el gobierno norteamericano: algunos estudios han destacado la centralidad de los Estados Unidos en aquellos años en la creación de un canon del “arte latinoamericano” y de la “música latinoamericana” (Matallana, 2021; Palomino, 2022), mientras que otros han probado la importancia de América Latina para los orígenes de la diplomacia cultural estadounidense, tanto oficial como paraoficial, en donde actores privados desarrollaban iniciativas en plena sintonía con la política estatal del momento (Hart, 2013; Pike, 1995; Ubelaker Andrade, 2019; Woods, 1962). Los debates e intercambios con quienes se definían como intelectuales y políticos latinoamericanos (o hispanoamericanos, etc.) en el interior de una revista alineada con el gobierno de los Estados Unidos, contribuyeron de igual modo a generar a ambos lados del río Bravo/Grande una noción de América Latina.

En 1944, un metodista uruguayo, Manuel Núñez Regueiro, llamaba en las páginas de La Nueva Democracia a soslayar las críticas contra los Estados Unidos y dar prioridad al enfrentamiento contra el enemigo común, resaltando no solo a la democracia y a la libertad, sino al cristianismo como elemento unificador de las Américas. Núñez Regueiro denunciaba a los discursos antiimperialistas como distracciones que desdibujaban lo que desde su perspectiva era la verdadera amenaza que se cernía sobre toda América, “el aleteo siniestro de las águilas imperiales del paganismo nazi-fascista”. La “civilización cristiana representada por los dos países ‘imperialistas’”, Gran Bretaña y Estados Unidos, estaba en peligro de muerte. Debía proclamarse el imperio de las libertades de la Carta del Atlántico, “libertad económica, libertad política, libertad de opinión, libertad de religión” frente a “la sirena del ‘mesianismo’ de la nueva fe alemana, enemiga de la cruz de Cristo”. Las “tres Américas” compartían “un mismo ideal de liberación, de dignidad democrática y absoluta soberanía frente a los opresores de la tierra y enemigos de la civilización cristiana”.[32]

El argentino Alejandro Sux, por entonces residente en los Estados Unidos, iba más lejos un año después, denunciando a las divisiones internas de América como un producto europeo. En aquel momento el autor trabajaba para la Office of the Coordinator of Inter-American Affairs, una agencia de los Estados Unidos dedicada a la promoción de los valores e intereses estadounidenses en el fortalecimiento de los lazos interamericanos. Bajo la dirección de Nelson Rockefeller, la institución desarrolló una intensa campaña informativa por medio del cine, la radio y la prensa, buscando sostener una sólida alianza de la región con los Estados Unidos durante la guerra (Prutsch, 2008, p. 109; Cramer y Prutsch, 2012, pp. 258 y 278). Para Sux, lo que separaba a los americanos era, “más que el origen, más que el idioma, más que las distancias”, algo así como una falsa conciencia, ya que “unos tenemos orgullo de ser americanos, y otros tienen casi vergüenza de serlo”. Por esto, sostenía, “no es casual que los pueblos de América que más se jactan de ser prolongaciones raciales o culturales de Europa, son los que ofrecen más resistencia a la colaboración continental”. Tras clarificar este punto, contraponiendo la declaración de guerra realizada por México a la “prudencia diplomática” practicada por la Argentina, afirmaba que  “los intelectuales europeos crearon  la leyenda del yanqui materialista y el latinoamericano idealista” y que mientras que “nuestro idealismo ha producido en América veinte repúblicas débiles y atrasadas”, “el materialismo anglosajón produjo en el mismo hemisferio y durante el mismo tiempo, a Estados Unidos, que hoy soporta todo el peso de la lucha por la civilización”.

La guerra convirtió entonces a la revista en un órgano que, desde Nueva York, daba expresión a aquellas voces que postulaban la necesidad de dar prioridad al enfrentamiento con el Eje sobre cualquier reclamo antiimperialista que dividiera a las Américas en un sentido norte-sur. Sin embargo, esta cooperación interamericana no implicaba una renuncia a la noción de aquella diferencia entre sajones y latinos, que se postulaba como su base necesaria.  Otros fenómenos culturales posteriores que contribuyeron a la naturalización del concepto de América Latina continuaron con esta dinámica del diálogo en espejo.

 

Conclusiones: ¿por qué participar de La Nueva Democracia?

¿Cómo comprender tanto la duración de la revista como su éxito en convocar a intelectuales y políticos de primera línea a escribir en sus páginas (o en ocasiones, a autorizar la reproducción de textos escritos para otros propósitos)? Es notable que no solo encontramos en ella un discurso de americanos “sajones” hablando a americanos “latinos”: los latinoamericanos eran mayoría en sus páginas. Estos autores presentaban además una diversidad importante, tanto en su origen como en sus trayectorias: diplomáticos, políticos, escritores, filósofos, periodistas, pastores que, a pesar de la existencia de matices, parecían ver algo valioso en el proyecto.

¿Qué atrajo a estas personalidades, algunos de ellos fervientes antiimperialistas, a participar de una revista que era una iniciativa de un consejo de iglesias protestantes norteamericanas, inscripta en el proyecto del panamericanismo, dirigida por un funcionario del Departamento de Estado, y posiblemente solventada al menos parcialmente por ese organismo? Podemos dar una serie de motivos que encuadran a muchos de ellos.

En primer lugar, en los inicios tuvieron un gran peso los lazos personales con ministros protestantes que actuaban en América Latina. Por ejemplo, Mariátegui, que mantenía correspondencia con la revista, era amigo personal de Mackay, fundador del colegio San Andrés de Lima. A ese colegio asistieron figuras del APRA como Haya de la Torre (quien además fue docente allí y miembro de la YMCA, Young Men’s Christian Association), Luis Alberto Sánchez, Raúl Porras Barrenechea y Jorge Basadre. Se suele criticar a los misioneros del protestantismo histórico por enfocarse en las clases medias educadas en lugar de las clases populares, pero, en un período de avance de los antiimperialismos que denunciaban a las iglesias como extranjeras, es muy posible que esta red de relaciones haya sido lo que permitió la continuidad de la presencia protestante en la región.

La segunda razón para participar en la revista fue la convicción de una identidad latinoamericana (o hispano/iberoamericana, etc.) que, como hemos dicho, creaba un terreno común de compatibilidad ideológica con la publicación. En los orígenes de la revista hay un grupo de personas provenientes de distintos países de la región que vivían en Nueva York, y que se reunían con cierta frecuencia a cenar y discutir ideas. Esa identidad fue a menudo construida a partir de la distancia geográfica: este fue el caso de quienes la propusieron por primera vez a mediados del siglo XIX, pero no es menos cierto para esta etapa.

Como tercer motivo, muchos de los colaboradores fueron exiliados en distintos momentos, y escribir para La Nueva Democracia podía ser tanto una fuente de ingresos (magra, según Sánchez, quien sostuvo que se participaba por convicción), como una forma importante de difundir sus causas. Tenía una circulación amplia, y escribir allí, incluso desde cierto desacuerdo, era una forma de llegar a públicos a quienes los exiliados buscaban convencer. Entablar el diálogo con los intelectuales que participaban en la revista resultaba un ejercicio de validación mutua.

Como una cuarta razón, durante las décadas de 1930 y 1940 debe tenerse en cuenta la amplitud del movimiento antinazi y antifascista, que llevó a dejar momentáneamente de lado desacuerdos previos: la revista, que se encolumnó tempranamente detrás de la administración de Roosevelt, sirvió como plataforma para una intervención política pro aliada, y amplificó las denuncias sobre la existencia de una quinta columna nacionalsocialista dispuesta a asaltar el continente americano.

El proyecto de La Nueva Democracia se basó siempre en buscar la participación de los intelectuales del sur del continente, en coincidencia con las políticas del Departamento de Estado y de otras instituciones culturales estadounidenses. Su éxito convirtió a Inman, quien ya era considerado un experto en América Latina, en un referente de las relaciones con sus intelectuales.

Esto no significa que la revista fuera un mero ejercicio lineal de imperialismo cultural, lo cual es crucial para dilucidar los motivos de la participación de tantos latinoamericanos. A la red de relaciones tejida por Inman a partir de sus múltiples puestos y viajes, debe sumarse la influencia de Rembao. Ambos fueron serios críticos de la política exterior estadounidense.

Por otro lado, ¿qué ganaba La Nueva Democracia al permitir la publicación de textos de intelectuales referentes del antiimperialismo, que a veces iban en contra del mensaje que buscaba transmitir? De nuevo, el gesto de validación mutua que se daba al incluirlos resultaba útil para situar a la revista en el debate público de la época y ganar lectores. Personajes como Manuel Ugarte o Alfredo Palacios, por ejemplo, legitimaban la empresa con su presencia.

Creemos que esta aproximación, que busca sumar complejidades y matices, aporta una nueva mirada sobre un tema que a menudo ha sido visto en forma excesivamente lineal, y abordado desde enfoques en los que han primado estereotipos y visiones maniqueas. El éxito de “América Latina”, una identidad de enorme actualidad política y cultural, amerita una indagación profunda sobre las fuentes de su construcción. En este sentido, La Nueva Democracia demuestra el rol enormemente significativo que los Estados Unidos han tenido en la definición de aquella fórmula.

 

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[1] Los autores agradecen a los miembros del Seminario ESCALAS y del Taller Marie Sklodowska-Curie de la Universidad Autónoma de Madrid, en particular a la Dra. Darina Martykanova y al Dr. Nicolás Sillitti, por sus valiosos comentarios a una versión preliminar de este trabajo.

 

[2] El Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos fue formado en 1908 bajo el nombre de Federal Council of Churches, como un cuerpo interdenominacional (luego ecuménico) con la misión de atender los conflictos generados por los procesos de industrialización, demandando una “democracia industrial” desde la perspectiva del Evangelio Social.

[3] Rembao tenía una interesante trayectoria personal. De niño fue alumno de un colegio protestante en Mexico. Fue soldado durante la Revolución Mexicana, cuando perdió una pierna. Los misioneros protestantes lo rescataron, y lo llevaron a los Estados Unidos, donde se formó en literatura y teología, y adquirió la ciudadanía estadounidense (Rivera, 2008; Plascencia Vela, 2006).

[4] Manuel Carpio fue profesor de Literatura española y patria en el Liceo de Varones del Estado de Jalisco, fundador de la revista literaria Crónica, y poeta. Vivió durante años en los Estados Unidos trabajando como conferencista, luego fue director del diario La Voz de la Revolución de Mérida, Yucatán, y más tarde orador oficial de la Delegación de Periodistas y Editores Mexicanos en la gira que hicieron en los Estados Unidos por invitación del presidente Wilson en junio de 1917. En 1920 era representante general de El Heraldo de México y corresponsal del Heraldo de Madrid. Tancredo Pinochet Le-Brun fue editor de la revista El Norte-Americano en Nueva York (1914-1921), polémico periodista y prolífico escritor, además de político. Enrique Gil fue abogado en Buenos Aires y Nueva York. En 1920 era el representante en Nueva York de La Nación (La Nueva Democracia, enero de 1920, p. 19).

[5] Carta de María Mejías (del Departamento Editorial de La Nueva Democracia) a Mariátegui, 7 de enero de 1927, disponible en www.mariategui.com.

[6] Leo Stanton Rowe fue contemporáneo de Inman (nació en 1877). Como él, estudió derecho, fue profesor en la Universidad de Pensilvania, y un experto en América Latina y sus relaciones con los Estados Unidos. Fue vicesecretario del Tesoro norteamericano entre 1917 y 1920, y director general de la Unión Panamericana desde 1920 hasta su muerte en un accidente de tránsito en 1946 (Shavit, 1992, p. 306).

[7] Andrés Iduarte menciona que en su casa se reunían regularmente figuras como Alfonso Reyes, Pedro de Alba, Rufino Tamayo, Rafael Heliodoro Valle, Ermilo Abreu Gómez, Jorge Mañach, Raúl Roa, Fernando Ortiz, Federico de Onís, Tomás Navarro, Fernando de los Ríos, Luis Alberto Sánchez, Germán Arciniegas, Mariano Picón-Salas y Arturo Uslar-Pietri (Iduarte, 2019, p. 188).

[8] “Nuestro saludo y nuestro programa”, La Nueva Democracia, enero de 1920, p. 1.

[9] C. C. Martin, “La Libertad de las Dos Américas”, La Nueva Democracia, enero de 1920, pp. 6 y 7. Martin era un periodista y abogado, formado en la George Washington University, redactor de El Arte Tipográfico y El Escritorio.

[10] “Nuestro título”, La Nueva Democracia, febrero de 1920, pp. 1 y 2.

[11] “Nuestro saludo y nuestro programa”, La Nueva Democracia, enero de 1920, p. 1.

[12] “Nuestro título”, La Nueva Democracia, febrero de 1920, p. 2.

[13] La Nueva Democracia, mayo de 1920, p. 18.

[14] “La Biblia y la democracia. Lo que ha dicho el presidente Wilson”, La Nueva Democracia, enero de 1921, p. 31.

[15] Tancredo Pinochet Le-Brun, “Los recursos de la América Latina”, La Nueva Democracia, enero de 1920, pp. 10-12.

[16] Para el APRA, Bergel (2011, 2019).

[17] “Informe sobre el curso de la guerra”, La Nueva Democracia, marzo de 1942, p. 2.

[18] Alejandro Andrade Coelho, “Roosevelt”, La Nueva Democracia, abril de 1943, p. 9.

[19] Ariel Medrano, “Oda a Roosevelt”, La Nueva Democracia, mayo de 1942, p. 7; Pedro de Alba, “Franklin D. Roosevelt, el Tribuno del Pueblo”, La Nueva Democracia, mayo de 1945, pp. 6-7 y 28; Carlos Casassus, “Franklin Délano Roosevelt”, La Nueva Democracia, abril de 1944, p. 27; Juan Burghi, “Roosevelt”, La Nueva Democracia, julio de 1945, p. 26. 

[20] Víctor Raúl Haya de la Torre, Estados Unidos debe defender la democracia, La Nueva Democracia, diciembre de 1937, pp. 19-20.

[21] Rodrigo Beyle, “La vida comienza hoy”, La Nueva Democracia, enero de 1938, p. 3.

[22] Alberto Rembao, “El anticristo a la vista”, La Nueva Democracia, enero de 1937, pp. 1-7.

[23] Jorge P. Howard, “Vista larga de la civilización”, La Nueva Democracia, diciembre de 1942, pp. 8-9.

[24] Víctor Raúl Haya de la Torre, “La revolución democrática”, La Nueva Democracia, octubre de 1943, p. 11.

[25] Alberto Rembao, editorial, La Nueva Democracia, enero de 1947, solapa de tapa.

[26] Samuel Guy Inman, “Nuestro saludo y nuestro programa”, La Nueva Democracia, enero de 1920, p. 1.

[27] José Ingenieros, “Por la unión latino-americana”, La Nueva Democracia, febrero de 1923, pp. 19-20, 22-23 (discurso pronunciado en Buenos Aires con motivo de un banquete en honor del ministro mexicano de educación, Ledo José Vasconcelos).

[28] Nacido en Valencia en 1868, Juan Orts González fue un sacerdote católico que se convirtió al protestantismo y emigró a los Estados Unidos, donde trabajó como escritor y periodista.

[29] Juan Orts González, “Carta abierta al Dr. José Ingenieros”, La Nueva Democracia, febrero de 1923, pp. 7-11, 16.

[30] Víctor Raúl Haya de la Torre, “La defensa moral de la democracia”, La Nueva Democracia, marzo de 1938, pp. 9-10.

[31] Leopoldo Zea, “La Compenetración de dos Culturas”, La Nueva Democracia, enero de 1948, pp. 22-29.

[32] Manuel Núñez Regueiro, “América ante el paganismo de la cruz Gamada”, La Nueva Democracia, agosto de 1944, pp. 6-7.