entre la historia y la justicia: algunos debates acerca de la represión en la argentina del siglo XX. Sobre democracia y terrorismo de estado en argentina, de dante vega
PAULA FERREIRA RUIZ
Universidad Nacional de Cuyo
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Mendoza, Argentina
https://orcid.org/0000-0001-5631-1260
LAURA RODRÍGUEZ AGÜERO
Universidad Nacional de Cuyo
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Mendoza, Argentina
https://orcid.org/0000-0001-7839-7659
PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 18, N° 35, pp. 212-236
Enero-Junio de 2025
ISSN 1853-7723
ARK CAICYT
https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s18537723/srd9wzgk2
Fecha de recepción: 06/04/2025 - Fecha de aceptación: 03/08/2025
Resumen
El estudio de la represión política estatal en Argentina ha tenido un significativo desarrollo en el campo académico local al punto de constituirse en uno de los problemas de mayor relevancia de la agenda historiográfica. Distintas investigaciones han abordado las lógicas, los dispositivos y los mecanismos que estructuraron los procesos represivos dando cuenta de la complejidad que implica su estudio, particularmente durante la última dictadura militar. La mayor parte de estas investigaciones provienen de las ciencias sociales y humanas, siendo escasos los abordajes desde el campo judicial. Así como en más de una oportunidad se ha insistido en el hecho de que la Historia llegó tarde –en comparación con las ciencias sociales– al estudio de la represión en el pasado reciente, el autor del libro advierte que los juicios de lesa humanidad han abierto interrogantes de los que no se han ocupado las ciencias jurídicas. Han sido las ciencias sociales las que han tratado el problema del castigo o los límites temporales y personales de la persecución penal a diferencia del Iluminismo “donde los penalistas desplazaron a los filósofos” (2022, p. 12). En este marco, Democracia y terrorismo de Estado en Argentina de Dante Vega constituye una novedad al ser un texto que conjuga distintos discursos y disciplinas. Desde esta amalgama el libro analiza, tal como el autor plantea en la introducción, “la fractura social que produjo el terrorismo de Estado en la sociedad argentina y las formas con que el Estado de Derecho intentó repararla” (p. 9).
Palabras Clave
Justicia, Terrorismo de Estado, Genocidio, Derechos Humanos
Between History and Justice: Revisiting some debates on repression in 20th century Argentina. About Democracy and State Terrorism in Argentina by Dante Vega
Abstract
The study of state political repression in Argentina has had a significant development in the local academic field up to the point of becoming one of the most relevant problems on the historiographical agenda. Different studies have addressed the logic, devices and mechanisms that defined the repressive processes, taking into account the complexity that their study implies, particularly during the last military dictatorship. Most of these researches come from the social and human sciences, with few approaches from the judicial field. Just as on more than one occasion it has been insisted on the fact that History arrived late –compared to the social sciences– to the study of repression in the recent past, the author of the book warns that the trials of crimes against humanity have raised questions that have not been addressed by the legal sciences. It has been the social sciences that have dealt with the problem of punishment or the temporal and personal limits of criminal prosecution, unlike the Enlightenment “where penalists displaced philosophers” (p. 12). In this context, Dante Vega's Democracy and State Terrorism in Argentina is a novelty, being a text that combines different discourses and disciplines. From this merger, the book analyzes, as the author states in the introduction, "the social fracture that State terrorism produced in Argentine society and the ways in which the Rule of Law tried to repair it" (p. 9).
Keywords
Justice, State Terrorism, Genocide, Human rights
Entre la Historia y la Justicia: algunos debates acerca de la represión en la Argentina del siglo XX. Sobre Democracia y terrorismo de Estado en Argentina, de Dante Vega
En un contexto de creciente negacionismo de los crímenes de la última dictadura militar, Democracia y terrorismo de Estado en Argentina, de Dante Vega (2022), se ocupa de los interrogantes abiertos a partir de los juicios de lesa humanidad, profundizando, desde el campo del Derecho, en discusiones y temas que, hasta el momento, han sido analizados principalmente por las humanidades y las ciencias sociales. Dante Vega es abogado (Universidad Nacional de Córdoba), doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (Universidad de Mendoza), docente universitario y fiscal general a cargo de la Oficina de Asistencia en Causas por Violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante el Terrorismo de Estado en la jurisdicción de la Cámara Federal de Mendoza. Como tal, ha actuado en una veintena de juicios por delitos de lesa humanidad en la zona de Cuyo, además de intervenir en la causa de la “masacre de Trelew”. Su interés por la reflexión jurídica e historiográfica se plasmó en la obra colectiva El libro de los juicios: experiencias, debates y testimonios sobre el terrorismo de Estado en Mendoza (2014). De forma reciente publicó La doctrina de facto en Argentina (2024).
Su rol como fiscal por más de una década suma una perspectiva interesante a la reflexión teórica: aquella que otorga la experiencia práctica en la aplicación de la justicia retroactiva para las violaciones a los derechos humanos. A lo largo de once capítulos (más prólogo y epílogo) analiza las especificidades del caso argentino teniendo en cuenta las variaciones en el tiempo, a la vez que pone en valor el hecho de que Argentina sea el único país en el mundo que articuló dos de las respuestas más importantes que hacen a la justicia transicional: creó una comisión de la verdad que fue ejemplo en todo el mundo e implementó mecanismos de justicia retroactiva respecto de los delitos cometidos por la última dictadura.[1] El extenso análisis, desarrollado a través de casi 500 páginas, le permite debatir con los estudios que se han interrogado sobre la implementación de un plan represivo inédito en la historia argentina teniendo en cuenta las transformaciones doctrinarias en las Fuerzas Armadas, el diseño de una tecnología represiva sin precedentes y, particularmente, las respuestas judiciales específicas en los distintos momentos.
El recorte temporal desafía cierta tendencia historiográfica que se ha concentrado en los sesenta y setenta. Salvo Ernesto Bohoslavsky, Marina Franco y Daniel Lvovich, quienes han estudiado la represión estatal en el largo plazo, la mayoría se ha ocupado de la segunda mitad del siglo XX. Al superar el corte que suele marcarse en 1955, el libro da cuenta de la historicidad de las formas de la violencia estatal, inscribiéndose en las discusiones académicas que han puesto en debate la idea de ruptura o excepcionalidad del golpe de Estado de 1976, señalando las continuidades existentes con la represión previa al golpe (Franco, 2012). El análisis no avanza sobre acciones represivas durante la transición democrática, hecho que, como han argumentado Franco y Bohoslavsky, permitiría “pensar más articuladamente las violencias estatales de toda la centuria” (Bohoslavsky y Franco, 2020, p. 207). Si bien el abordaje en el largo plazo resulta ambicioso, la temporalidad escogida no le quita rigurosidad a la hora de repensar la represión, operación que realiza recurriendo a los aportes de la historiografía, las ciencias sociales, las doctrinas de las Fuerzas Armadas y un conjunto de fuentes legales y judiciales. Además de presentar el contenido central de la obra, a continuación daremos cuenta de algunos de los aportes, discusiones e hipótesis del libro que dialogan con debates actuales del campo de estudios de la represión en la historia argentina reciente.
En el primer capítulo, el autor ofrece algunas definiciones de conceptos centrales como “Estado terrorista”, advirtiendo que constituye una categoría politológica que refiere a múltiples fenómenos –una práctica, una configuración específica de poder Estatal o una ideología– y no ha sido precisada en ningún instrumento internacional. No parte de la temprana formulación de Eduardo Duhalde (1983) para el caso argentino, sino de la definición de Estado terrorista “puro” de Hannah Arendt, aunque su interés radica en “detectar en la historia argentina reciente la práctica terrorista estatal, haya tenido lugar durante la vigencia de un Estado democrático, semidemocrático o autoritario, para luego determinar sus consecuencias jurídicas” (Vega, 2022, p. 14). De este modo, se aleja del análisis basado en el binomio dictadura-democracia que, tal como ha señalado en más de una oportunidad Gabriela Águila (2023), ha obturado la posibilidad de comprender la complejidad del fenómeno estudiado. De forma general, por “terrorismo de Estado” entiende el empleo sistemático de violencia de parte de un gobierno, de un grupo que integre la estructura estatal –o cuente con tolerancia de la misma– o de una organización no estatal que tenga capacidad de imponer una política, en contra de un grupo numeroso de esa población. Esta definición se operativiza a lo largo del libro, incluyendo lo que Bohoslavsky y Franco han denominado “estrategias reactivas” (detención, encierro, persecución judicial, elaboración de listas negras, represión, exilio y formas extremas de violencia física que pueden incluir el homicidio) y “preventivas” (inteligencia, vigilancia y legislación restrictiva y de excepción) (Bohoslavsky y Franco, 2020, p. 207)
Como “terrorismo de Estado” se trata de otro concepto “poroso” y no jurídico, Vega lo acompaña con la figura de “delitos de lesa humanidad”, que sí fue tipificada por el derecho penal internacional. Para el autor, tanto los delitos de lesa humanidad como el genocidio –sobre el que volveremos más adelante– constituyen prácticas delictivas terroristas. Por tanto, los Estados que cometan estos delitos pueden considerarse Estados terroristas. Por el contrario, no todo acto terrorista estatal configura delitos de lesa humanidad: según la definición del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), los crímenes deben ser cometidos en el marco de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil.[2] El bombardeo a Plaza de Mayo en 1955 sería, de acuerdo a este razonamiento, un acto terrorista estatal, pero carece del elemento de “contexto” –el ataque general o sistemático– que permitiría considerarlo de lesa humanidad. Por su parte, algunas prácticas terroristas estatales del periodo 1973-1976 han sido tipificadas como delitos de lesa humanidad porque significaron “una línea de ataque contra la población en general mediante el aprovechamiento clandestino del aparato estatal” (Vega, 2022, p. 70). Más adelante retomaremos este debate.
Si bien el texto no ahonda en lo conceptual, en el marco de esas discusiones hace un primer aporte al abordar ciertas continuidades de las violencias estatales en el largo plazo. Sin embargo, al seguir una periodización basada en los golpes de Estado, pasa por alto episodios de violencia estatal ocurridos entre 1919 y 1922 tales como la Semana Trágica, la represión a obreros de la Patagonia o la masacre de La Forestal. El análisis parte de la interrupción del orden constitucional en 1930, momento en que Vega halla la “primera expresión moderna” de terrorismo de Estado en el país: empleo de la violencia sistemática y generalizada concentrada en el secuestro y la tortura y actuación clandestina de fuerzas policiales y paramilitares. Señala luego los episodios de terrorismo estatal de la “Revolución Libertadora” (1955) –los ya mencionados bombardeos– e insiste en la falta de entidad jurídica de la invocada “ley marcial”.
Para abordar la mitad del siglo XX sigue distintas investigaciones –particularmente a Marina Franco–, señalando la progresiva configuración de la idea de “enemigo interno” a través de diversas medidas de emergencia. Se detiene extensamente en el Plan (CONINTES) como “hito en el descenso institucional” (Vega, 2022, p. 62), primera militarización del conflicto interno –con cuadriculación del territorio– ordenada por un gobierno democrático y corolario de reformas en el derecho militar que llevarían progresivamente a la identificación entre seguridad interna y defensa nacional. Al analizar los sesenta, el autor retoma los trabajos de Franco y presenta brevemente las bases ideológicas que sustentaron el accionar estatal y de las Fuerzas Armadas desde este momento: la Escuela Francesa y la Doctrina de Seguridad Nacional. Para este tema recupera los aportes de quienes han estudiado la normativa y la influencia de las doctrinas de contrainsurgencia, particularmente Daniel Mazzei (2017) y Esteban Pontoriero (2016).
Respecto a la “Revolución Argentina” (1966-1973), y en consonancia con los debates que han hecho hincapié en la articulación entre las tramas legales e ilegales de la represión, explica que la innovación en materia de terrorismo estatal se produjo a partir del Cordobazo, cuando se implementó un sistema de represión doble: de superficie –juzgamiento sumario de tribunales civiles y militares y prisión política, con su respectivo desarrollo en fases y creación de órganos– y clandestino –el “circuito del terror” ya conocido, es decir, secuestro, tortura y ejecución sumaria o desaparición forzada de la víctima, pero ahora con carácter sistemático–.
Una de las principales discusiones historiográficas que aborda Vega, y que ha provocado numerosos debates, refiere a las periodizaciones del terror. Tal como ha explicado Pablo Scatizza, “no es tarea sencilla ubicar un comienzo exacto o indiscutible del terrorismo de Estado en la Argentina” (Scatizza, 2015, p. 2). Se han señalado como posible punto de arranque los decretos de aniquilamiento de octubre de 1975, por los cuales se delegó en las Fuerzas Armadas la intervención directa en materia de seguridad interna en la lucha contra la denominada “subversión”. También la aparición de la Triple A en noviembre de 1973, cuando se produjo el atentado fallido al entonces diputado Hipólito Solari Yrigoyen. En sintonía con la bibliografía consultada, Vega señala al Operativo Independencia (1975) como el ensayo general del terrorismo de Estado e “indicio claro de la decisión de los militares de implementar métodos de represión ilegal” (2022, p. 73). En relación con la violencia paraestatal, es necesario señalar que la mayor parte de las investigaciones provienen del centro del país, razón por la cual durante mucho tiempo se desconocieron las dinámicas represivas del “interior” que tensionan periodizaciones canónicas como la mencionada sobre la Triple A. Para el caso mendocino –que es el que conocemos en profundidad– podemos nombrar más de un hecho anterior al ocurrido en Buenos Aires en noviembre. La violencia paraestatal tuvo temprana aparición en la provincia y el primer episodio se produjo de forma previa a la asunción de Cámpora como presidente. El 18 de abril de 1973 la farmacia del gobernador electo Alberto Martínez Baca sufrió un atentado con bomba. A través de un comunicado, la Juventud Peronista Auténtica anunció que era “un llamado de atención a Martínez Baca porque su gestión estaría inducida por elementos del comunismo internacional” y que el atentado se realizaba “en defensa del peronismo auténtico y nacional” (Rodríguez Agüero, 2013, p. 252). En octubre de ese año, el Comando de Operaciones Anticomunistas José I. Rucci realizó dos atentados. Uno –nuevamente– contra Martínez Baca, a quien se le colocó una bomba en su despacho, y el otro contra Enrique Dussel en cuya casa estalló un artefacto explosivo. En este último fueron dejados panfletos que acusaban al filósofo de “apátrida y de envenenar las conciencias de la juventud con la inmunda doctrina marxista” (Rodríguez Agüero, 2013, p. 252). Estos dos ejemplos nos llevan, por un lado, a preguntarnos si el caso mendocino es excepcional o existen otros similares que aún desconocemos; por otro, a cuestionar una vez más si el uso de la escala nacional –enfocada usualmente en Buenos Aires, Córdoba y Rosario– ha derivado, tal como señalaron Franco y Bohoslavsky (2020), en la elaboración de matrices explicativas con pretensiones generalizantes.
Respecto de la represión desatada en el trienio 1973-1976, el autor repara en la articulación entre las fases legales e ilegales haciéndose eco de las investigaciones de Águila (2013a) y D´Antonio y Eidelman (2016), quienes cuestionaron las visiones dicotómicas que habían primado en el campo historiográfico. Siguiendo nuevamente a Marina Franco, estudia prácticas legales, clandestinas y otras amparadas en la situación de “excepcionalidad”. Sin embargo, a diferencia de las investigaciones de carácter histórico, se centra en aquellas vinculadas al ámbito judicial. Al hacer énfasis en la relevancia de la ley 20840, sancionada por el Congreso Nacional en octubre de 1974, demuestra cómo el fuero federal y las agencias policiales “protagonizaron la primera represión durante 1974 y 1975 hasta que el Ejército se hizo cargo de la faena tras el dictado de los ‘decretos de aniquilamiento’” (Vega, 2022, p. 74). Una deuda pendiente de la investigación judicial y académica es el registro de la aplicación de dicha ley. Pese a que esta normativa “tuvo larga vida” al emplearse desde su sanción hasta el fin de la dictadura militar, “formando parte de una trama jurídica más amplia que tuvo por propósito intensificar las escalas penales, agilizar la investigación de los delitos calificados de subversivos” y dar participación directa en ella a todas las fuerzas, aun hoy no se dispone de “un mapa global de cómo funcionó este instrumento jurídico en las distintas provincias del país” (D’Antonio y Rodríguez Agüero, 2024, p. 12).
En lo que respecta concretamente al “Proceso de Reorganización Nacional”, y en diálogo con la literatura sobre el tema, Vega desarrolla los motivos ideológicos, políticos, económicos y criminales de la represión ilegal, rastreados desde el Operativo Independencia. Partiendo de la transición democrática, han sido numerosos los debates acerca del carácter y los posibles orígenes de la dictadura. Tal como ha señalado Gabriela Águila (2023), la disparidad de las interpretaciones radica en la disímil evaluación sobre los objetivos y resultados de la dictadura. Los primeros estudios provenientes de la sociología y la politología, que más adelante dieron lugar a los trabajos historiográficos, brindaron explicaciones prestando atención al sistema político argentino, por un lado, y a dinámicas económicas socioestructurales, por el otro. Aunque el autor no lo manifiesta abiertamente, se advierte su inclinación por la perspectiva política al explicitar –lo que él denomina– las seis “notas centrales”: la modalidad de planificación (centralizada) y ejecución (descentralizada), la inteligencia, los centros clandestinos de detención, la tortura, la desaparición forzada de personas y la apropiación sistemática de menores. Propone en cada caso una historización y reflexiona sobre su significado, sus alcances y su naturaleza jurídica, combinando fuentes académicas, informes de organismos de derechos humanos, normativa castrense y documentos judiciales.
A lo largo de los seis capítulos siguientes, el autor ofrece una reconstrucción histórica desde la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 1979 hasta el final del gobierno de la alianza Cambiemos en 2019, con el fin de ubicar los avances y los retrocesos en materia de respuesta estatal a los crímenes cometidos. Luego de analizar los hechos más relevantes de la transición, proceso que ubica –sin desarrollar una justificación– entre 1982 y 1983, los capítulos 5 y 6 (“Justicia transicional”) examinan el contexto y los debates que cristalizaron en las medidas de justicia transicional[3] concretadas durante el gobierno de Raúl Alfonsín: proceso penal y comisión de verdad. Vega se retrotrae a la presencia del tema de los derechos humanos en la campaña presidencial y la enunciación temprana de la teoría de los dos demonios en las intervenciones del candidato radical, materializada luego de la asunción en los Decretos 157/83 y 158/83 de persecución penal a las cúpulas militares y autoridades “guerrilleras”, cuyos textos revisa. El autor discrepa con la propuesta de los tres niveles de responsabilidad que el grupo de “los filósofos” acercó al presidente, especialmente las nociones de “coacción” y “error” que habrían llevado a los perpetradores a confundir hechos ilícitos con lícitos.[4] También advierte que Alfonsín sostuvo hasta el límite la idea de una autodepuración militar y, clausurada esa posibilidad, insistió en que la Cámara Federal definiera los alcances de la obediencia debida en su sentencia. El fiscal plantea una lista de aciertos y desaciertos del fallo en la Causa 13 y explica las figuras penales que se aplicaron, provenientes mayormente del derecho nacional.
Tal como desarrolla en el capítulo 2, la justicia transicional no estuvo ni está exenta de debates y cuestionamientos. En otra contribución del texto, el autor presenta las principales impugnaciones recibidas y discute sus argumentos. Por un lado, analiza las dimensiones éticas y jurídicas del perdón y el castigo para crímenes masivos como los aquí cometidos, defendiendo la aplicación de penas públicas más allá del carácter “inconmensurable” o imperdonable de los delitos y de las motivaciones de sus autores. También refuta la tesis del “neopunitivismo” que formuló el jurista Daniel Pastor cuando estaban por reanudarse los juicios en nuestro país –en palabras de Vega, una “suerte de vocación irracional de la pena como medio de solución de conflictos” (p. 44)– porque los perpetradores son “prácticamente invulnerables”. Sobre la dicotomía entre “verdad” y “justicia” y la conveniencia o no de la respuesta judicial –identificada por el autor en cierta doctrina nacional, pero expresada también en trabajos de académicos/as como Claudia Hilb (2013)–, el fiscal discute la idea de que una comisión pueda estar en mejores condiciones de buscar la verdad que un proceso judicial y sostiene que la implementación de distintos mecanismos de justicia transicional responde a las condiciones políticas de cada transición. En este sentido, la Comisión de Verdad de Sudáfrica, considerada un “ejemplo” porque habría permitido una “reconciliación” entre víctimas y victimarios, arribó a una “verdad consensuada” en la que los perpetradores ajustaron su relato según lo requerido con el fin de obtener impunidad (Vega, 2022, p. 49).[5] En nuestro país, por otra parte, existió cierta reticencia a celebrar acuerdos de colaboración con los perpetradores a cambio de información y esta posibilidad quedó clausurada en 2016 con la sanción de la ley del “arrepentido” (N.° 27304) al excluir expresamente a los acusados por delitos de lesa humanidad. De todas formas, las medidas atenuantes del encierro que pudieran ofrecerse ya se verifican dado que la mayoría de los imputados o condenados se encuentra en prisión domiciliaria.
Además de las discusiones de carácter histórico mencionadas, el fiscal dialoga con numerosos autores que abordan las complejas derivas judiciales de la transición. En esa dirección analiza el inicio del “camino a la impunidad” (capítulo 7) de 1986 que reflejó un contexto de “caos” judicial y disputa de competencias entre los fueros civil y militar por la indefinición de la obediencia debida y el avance de investigaciones y condenas a integrantes del aparato represivo. También señala las erráticas intervenciones del presidente hasta la sanción de la ley de “Punto Final”. Respecto a la Ley de Obediencia Debida, si bien el autor insiste en que era un plan previo de Alfonsín, la fecha de su sanción habría sido, a su entender, una respuesta a los motines militares de abril. Como en otros tramos del libro, en el capítulo 8 identifica las contradicciones jurídicas de los indultos dispuestos por Carlos Menem y destaca la resistencia de los organismos de derechos humanos durante los años noventa, el desarrollo de los juicios por la verdad –para el autor, una innovación de la justicia transicional motorizada por la sociedad civil– y los intersticios abiertos en el exterior para algunos enjuiciamientos. Luego aborda “El fin de la impunidad” (capítulo 9) y desarrolla con detalle las decisiones legislativas y judiciales que habilitaron el paso de la justicia transicional a la justicia retroactiva a partir de 2003.[6] El mayor aporte de esta sección es la exposición de las complejidades que Vega identifica en los juicios por delitos de lesa humanidad iniciados en 2006, en parte por falta de una norma procesal propia. A partir de su experiencia profesional, reconoce que la acumulación de expedientes por el deseo inicial de probar la sistematicidad llevó a la repetición de operativos e imputados, así como a la conformación de megacausas que terminan por ralentizar los juicios y por extender las prisiones preventivas. El autor también advierte, pese a algunas excepciones, la dificultad para avanzar sobre la responsabilidad civil y eclesiástica. En cuanto al periodo susceptible de ser juzgado, menciona ciertos avances respecto a hechos ocurridos antes del golpe de Estado como el caso de la desaparición del matrimonio Verd-Palacio[7] en 1971, los fusilamientos de la “Masacre de Trelew” en agosto de 1972 y otros delitos cometidos por fuerzas estatales y paraestatales antes de esa fecha.
Al ocuparse del gobierno de Mauricio Macri (capítulo 10) plantea el giro discursivo que adoptaron las políticas públicas en materia de memoria con la gestión de Cambiemos (2015-2019). Retomando el trabajo de las politólogas Mercedes Barros y Virginia Morales (2017), advierte que el gobierno apeló a la “deskirchnerización” de los derechos humanos y promovió una agenda “amplia” y “del siglo XXI”, centrada en libertades y derechos individuales. El autor explica que, más allá de los recortes presupuestarios en áreas estatales especializadas y las declaraciones negacionistas de ciertos funcionarios, no se adoptaron “acciones concretas de obstaculización a la marcha de los juicios” (Vega, 2022, p. 369) como podría haber sido la remoción de las querellas de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, forma de intervenir desde el Poder Ejecutivo en los mismos. En cuanto al mayor intento de retroceso judicial de estos años representado por el fallo del caso “Muiña”, analiza los antecedentes jurídicos sobre la prisión preventiva, los fallos de la Corte Suprema de Justicia en la materia hasta 2017 y los entretelones de la decisión adoptada por tres miembros del tribunal, apoyándose principalmente en la investigación de Irina Hauser (2019) y coberturas periodísticas. El autor concluye que no existen indicios suficientes para afirmar que el gobierno haya intervenido directamente en el fallo, pero sí que “dejó hacer” para luego especular con el grado de respuesta social al pronunciamiento (p. 379).[8]
El último capítulo plantea que la Argentina “aún se debe una discusión abierta sobre las características y representaciones de víctimas y victimarios” (p. 387). Para el autor, en las ciencias sociales sobrevuela una incomodidad para abordar el pasado setentista sin caer en la idealización de las víctimas ni en la reproducción de la teoría de los dos demonios. Vega discute la afirmación de Crenzel (2014) respecto a la falta de conocimiento de las identidades y los compromisos políticos de los/as desaparecidos/as, lo cual permitiría para el sociólogo una mayor comprensión de la lógica del exterminio. Sin advertir la lejana fecha de publicación del texto con el que disiente, el fiscal argumenta que la lógica “política” del exterminio es ampliamente conocida gracias a fuentes testimoniales así como a la documentación del Estado terrorista que pudo ser analizada. Además, explica que la reticencia inicial de los testigos a explayarse sobre la participación política de las víctimas en los juicios fue superada con el tiempo y que familiares y organismos de derechos humanos cuentan con una considerable cantidad de detalles sobre los perfiles militantes. Por otro lado, los/as sobrevivientes no aportarían información sobre la selectividad de la persecución porque el plan criminal “combinó la sistematicidad con la improvisación y con la aleatoriedad y dejó amplia libertad de acción para los mandos medios y ejecutores: allí se configuró la selectividad de las víctimas y su suerte final” (Vega, 2022, p. 393). Respecto de los perpetradores,[9] siguiendo a Claudia Feld y Valentina Salvi (2019), advierte que sus discursos públicos “tienen más valor por lo que ocultan que por lo que afirman” (p. 396). Luego, repasa debates sobre las motivaciones, ideas y valores que sustentaron su accionar y reflexiona acerca del negacionismo, los postulados de los grupos que bregan por “memoria completa” y la “partidización” de la memoria colectiva sobre el pasado reciente.
Uno de los nudos problemáticos del libro es la definición de conceptos que por décadas han provocado acalorados debates, entre ellos las nociones de terrorismo de Estado y genocidio. Si bien las herramientas jurídicas permiten sortear algunos de los debates académicos respecto a las formas de denominar a la violencia represiva del siglo pasado, el texto no resuelve los problemas asociados a la noción de “terrorismo”, cuya figura es esgrmida también por los perpetradores en contra de las organizaciones armadas. Abocada a recuperar la vigencia y productividad del concepto de “Estado terrorista” tal como lo desarrolló Duhalde, Ana Jemio (2021) señalaba, por el contrario, la imprecisión del concepto “terrorismo de Estado”:
termina funcionando como un modo de señalar que el Estado siempre reprimió, siempre asesinó, aunque algunas veces fuera más brutal y otras menos. Para señalar esta continuidad de carácter general ya existen conceptos mucho más precisos y menos confusos, como “represión”. Tampoco acierta en delimitar alguna modalidad específica de represión: que sea ilegal, o excepcional o incluya asesinatos nada nos dice sobre las mecánicas específicas de la violencia. (p. 7)
En la misma dirección, Daniel Feierstein advierte cómo “la inversión de términos entre Estado terrorista y terrorismo de Estado parece un detalle pero no lo es” (Feierstein, 2024, p. 137). Particularmente cuando terrorismo se transforma en sustantivo ya que se abre la posibilidad de referir a otros terrorismos. “Así como las organizaciones insurgentes no fueron terroristas, el Estado tampoco lo fue. Fue un Estado genocida, que no es lo mismo que un Estado terrorista” (Feierstein, 2024, p. 141).
Respecto de la categoría de genocidio, si bien Vega reconoce que la expresión se impuso en el imaginario colectivo por la magnitud y la intensidad de los crímenes cometidos, descarta que lo sucedido en nuestro país pueda encuadrar en este delito. Siguiendo a Hugo Vezzetti (2014) y Martín Lozada (2019), sostiene que las víctimas no conformaban un grupo nacional en los términos de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 y que el objetivo de los perpetradores no incluyó el exterminio de una comunidad o de su identidad cultural como tal. El autor explica que el “politicidio” no está contemplado en el derecho internacional ni doméstico y considera innecesaria la aplicación de la figura de genocidio en el ámbito judicial dado que la imprescriptibilidad está garantizada por su reconocimiento como delitos de lesa humanidad. Esta última figura, “delitos de lesa humanidad”, que se impuso mayormente en la jurisprudencia desde la reanudación de los procesos penales, contempla una noción más amplia de víctima –población civil, independientemente de etnia, raza o religión (Lozada, 2019, p. 244)– y no repara en las motivaciones de quienes cometieron los delitos –codicia, odio racial o religioso, cumplimiento de órdenes, etc.–.
Respecto de este debate, vale la pena mencionar aportes provenientes del campo historiográfico. Gabriela Águila ha señalado que su utilización genera por lo menos dos tipos de problemas: su matriz jurídica “lleva a superponer o confundir los territorios entre historia y justicia” y su empleo supone el riesgo de intentar “encajar” el análisis empírico conceptual en un paradigma de referencia (Águila, 2013b, p. 11). En la misma dirección, Luciano Alonso ha advertido que, si bien el uso del término genocidio ha sido productivo con fines movilizadores y en las argumentaciones jurídicas, el problema de esta noción “no está tanto en la identificación de prácticas de aniquilamiento y reorganización social” sino en las dificultades de “encajar la realidad en la horma de la teoría” cuando se intenta incluir los casos en la tipología construida (Alonso, 2013, p. 17).
La discusión sobre los términos terrorismo de Estado y genocidio probablemente sea una de las más ríspidas en los ámbitos académico y judicial. Más allá de la utilidad y los problemas que pueda acarrear cada concepto, nos interesa mencionar cierta preocupación por la división que muchas veces se presenta, especialmente en el ámbito académico, cuando surge este tema. Pareciera que posicionarse de un lado u otro fuera un acto irreversible. Quienes se ubican en el campo de estudios del genocidio tienden a desconocer la enorme producción de nuevas –y no tan nuevas–interpretaciones que, desde la noción de terrorismo de Estado, han realizado valiosas contribuciones al estudio de la dictadura.[10] Por otra parte, quienes se ubican en el campo de estudio de la represión en la historia argentina reciente suelen obviar los aportes que conceptos operativos como prácticas sociales genocidas han realizado a la comprensión de las consecuencias que la última dictadura tuvo en el mediano y largo plazo, particularmente aquellos vinculados a los efectos de la destrucción del tejido social que aún hoy perdura.[11] Sin ánimo de mantenernos neutrales en esta disputa, valoramos el enorme caudal de investigaciones que han contribuido, no solo a la comprensión del pasado reciente, sino también a los procesos judiciales desarrollados a lo largo de todo el país[12]. A la vez que consideramos fundamentales ciertas iluminaciones teóricas que, desde los estudios del genocidio, se han realizado a una historiografía que, muchas veces y en su afán empírico, descuida el uso preciso de conceptos acordes a las problemáticas estudiadas.
Otra deuda pendiente que nos interesa mencionar refiere a cierta actitud esquiva de la justicia a la hora de considerar ciertos crímenes cometidos como delitos de lesa humanidad. Vega se refiere al tema:
En general, los tribunales han entendido que la especificidad de estos delitos no radica tanto en el hecho de estar tipificados en el Código Penal, sino más bien en su aspecto político o en el contexto en que son cometidos. Se debe tratar en todos los casos de un ataque sistemático o generalizado contra la población civil, realizado con conocimiento de ese ataque y que se persiga una motivación política. Estos extremos no presentan problemas en los delitos cometidos durante la represión ilícita dictatorial; en los cometidos con anterioridad al 24 de marzo de 1976 debe probarse el contexto y la línea de ataque propia de los delitos de lesa humanidad. (2022, p. 326)
Identificamos que una concepción de “lo político” asociado solo a las militancias o lo partidario ha resultado un corset a la hora de hacer visible a otros sujetos y prácticas represivas. Esto aplica no solo para el Derecho sino también para estudios académicos y de organismos de derechos humanos. Hasta hace poco tiempo, por ejemplo, la persecución a disidencias sexuales no era concebida como un hecho político. Sin embargo, en 2018 el gobierno santafesino fue el primero del país en otorgar pensiones a mujeres trans por entender que fueron perseguidas y apresadas en la dictadura por “su identidad de género”.[13] A comienzos de 2024, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N.°1 de La Plata consideró entre las víctimas del terrorismo de Estado a un grupo de personas transgénero secuestradas y sometidas a torturas y a violencia sexual dentro del denominado “Pozo de Banfield”.[14] En el caso de Mendoza, la persecución sistemática y generalizada a prostitutas por parte de comandos paraestatales fue parte del terrorismo de Estado mas allá de que la persecución de estas sujetas no hubiera sido una novedad de la dictadura. Lo mismo ocurre con los asesinatos de delincuentes “comunes” por parte de la policía provincial durante el año previo al golpe de Estado en la ciudad de Mendoza[15] (Rodríguez Agüero, 2014). El recientemente iniciado juicio por la “Masacre del Pabellón 7”, episodio en que murieron 65 internos del penal de Villa Devoto en el marco de una violenta requisa en marzo de 1978, es otro ejemplo de la violencia estatal sufrida por delincuentes comunes. Los hechos, actualmente investigados por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N.° 5 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, constituyen para la parte acusadora delitos de lesa humanidad cometidos bajo la jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército.[16] Sobre este punto nos preguntamos, por un lado, cuánto y de qué modo el género, la etnia y la clase pesaron en la represión y cómo estas variables han sido invisibles para gran parte de las investigaciones que se centraron en la militancia política y en sectores urbanos. Y por otro, cómo la puesta en marcha del terror estatal se articuló con tramas represivas previas que tenían como víctimas a sujetos sometidos a situaciones de explotación y opresión en función de su clase, su género y etnia.
Para concluir, consideramos que el libro de Dante Vega es un gran aporte en varios sentidos. Está dirigido a un público amplio, por lo que puede considerase un “manual” sobre el terrorismo de Estado en nuestro país. Propone una discusión integral sobre las formas, dispositivos y procesos de legitimación de las violencias represivas desplegadas por agencias y actores estatales, a través de un fecundo diálogo con producciones y debates provenientes tanto de las ciencias sociales y humanas como de los organismos de derechos humanos. Este punto resulta de gran valor ya que la defensa de cierta especificidad del conocimiento académico ha obstaculizado la posibilidad de entablar un debate abierto con perspectivas jurídicas y provenientes de la sociedad civil. Además, la reflexión planteada aborda temporalidades fluidas que le permiten alejarse del binomio dictadura-democracia, lo cual resulta fundamental si tenemos en cuenta que, desde los orígenes del Estado nación, signados por las campañas militares contra las sociedades indígenas patagónicas, bonaerenses y del noroeste, las violencias estatales de tipo represivas han sido un rasgo permanente de la historia argentina.
Si los desarrollos argumentales o las fuentes consultadas no son exhaustivos en todos los casos, la virtud reside en que, a contramano de la tendencia a la dispersión e hiperespecialización de los estudios sobre el tema, su voluntad sistematizadora ofrece una obra global construida a partir del diálogo con múltiples voces y actores.[17] Todo ello mediante un lenguaje claro, alejado del hermetismo del discurso jurídico en los momentos de análisis y valoración de normas y fallos.
El texto concluye con una respuesta honesta a la pregunta del “hasta cuándo” seguir con los juicios de lesa humanidad. El autor y fiscal reconoce los actuales límites de estos procesos penales, pero reafirma la necesidad de que el “Estado nunca renuncie a descubrir la verdad” (p. 418). El formato de los juicios por la verdad reaparece en el horizonte cercano como una herramienta de nuestra democracia. Por último, en tiempos de giro conservador, este libro constituye una herramienta fundamental en la “batalla cultural” contra el negacionismo y en la defensa del proceso de Memoria, Verdad y Justicia.
Referencias
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[1] El autor señala que de los cuatro enfoques de la justicia transicional (procesos penales, esclarecimiento de la verdad, reparaciones y reformas jurídicas/institucionales) se impuso el segundo. Países como El Salvador, Guatemala, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay y Sudáfrica privilegiaron la creación de “comisiones de la verdad” como mecanismos de reparación para las víctimas. Solo Argentina implementó las dos primeras soluciones. “Luego de sentencias condenatorias de la Corte IDH, Chile y Uruguay implementaron contados procesos penales contra algunos perpetradores, mientras Brasil directamente ignoró los alcances de la sentencia condenatoria de la Corte IDH y soslayó la implementación de cualquier tipo de justicia retroactiva” (Vega, 2022, p. 30).
[2] Además de este elemento de “contexto”, el mencionado Estatuto incluye otro requisito: el elemento subjetivo. En otras palabras, los perpetradores deben conocer ese contexto de ataque general o sistemático –no su plan ni sus detalles– al momento de la comisión del delito, ya sea para aportar a ese proyecto o para aprovecharse de las condiciones que permitan ocultarlo.
[3] La justicia transicional es definida como la respuesta a violaciones masivas de Derechos Humanos que no pueden ser absorbidas por el sistema judicial convencional, expresada en cuatro modulaciones: procesos penales, procesos no judiciales de “esclarecimiento de la verdad”, reparaciones y reformas jurídicas o institucionales. Para el autor, “(...) el concepto de transición es esencial, en tanto debe existir el tránsito de un período de conflicto violento u opresión hacia otro en que prevalece la paz, la democracia, el Estado de Derecho (...)” (Vega, 2022, p. 29).
[4] Vega repite lo que las propias normas castrenses aclaran: una orden ilícita no genera deber de obediencia.
[5] Resulta interesante el intercambio entre Claudia Hilb y Diego Tatián a propósito del texto de la autora, disponible en el volumen 12 de la revista Discusiones, publicado en 2013.
[6] “En Argentina el concepto de justicia transicional es aplicable al período 1983–1987, en el que existió propiamente un tránsito de un régimen violatorio de los derechos humanos a uno institucional. Una vez que se implementaron los juicios penales a partir del fallo ‘Simón’ (2005) cabe hablar en propiedad de justicia retroactiva en relación al terrorismo Estatal” (Vega, 2022, p. 317).
[7] Sara Palacio y Marcelo Verd fueron integrantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La pareja fue detenida en julio de 1971 en San Juan y continúa desaparecida. El noveno juicio por delitos de lesa humanidad de Mendoza investigó el hecho y la intervención del Destacamento 144 del Ejército. Si bien la sentencia (2/06/2023) no condenó al único imputado por el caso, sí reconoció a las desapariciones como delitos de lesa humanidad (texto disponible en https://lesahumanidadmendoza.com/los-juicios-uno-por-uno/noveno-juicio-ciudad-de-mendoza-marzo-2019-actualidad/)
[8] Vega retoma los fallos en materia de lesa humanidad desde el cambio de composición del tribunal con el ingreso de los dos jueces designados por Macri a fines de 2015, Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti, y advierte que el primero “se ha pronunciado en favor de los planteos formulados por los perpetradores o por sus cómplices civiles o se ha abstenido de votar” (p. 374). Emilio Crenzel (2020) analizó cuatro fallos de la Corte Suprema durante la gestión de Cambiemos –”Fontevecchia”, “Villamil”, “Alespeiti” y “Miuña”– y concluyó que en estos años el tribunal “introdujo modificaciones sustantivas en las claves filosóficas para tramitar estos crímenes” (p. 26). Por una lado, estas sentencias “desconocen la incorporación de la jurisprudencia internacional de derechos humanos al ordenamiento legal argentino con un estatus superior a la legislación local («Fontevecchia» y «Villamil») o el estatus particular de ciertos beneficios reparatorios concedidos a las víctimas de crímenes de lesa humanidad («Villamil»)” y, por otro, “basados en el paradigma de los derechos humanos, vienen, en cambio, a consagrar la impunidad («Alespeiti» y «Muiña»)” (Crenzel, 2020, p. 31).
[9] Prefiere este término porque “permite englobar a todas las personas involucradas en la ideación y comisión de la represión ilegal y resulta independiente de su aplicación técnica; comprende a todos los intervinientes en el delito, sean autores materiales o autores de ‘escritorio’ o mediatos (...)” (Vega, 2022, p. 394)
[10] Vale la pena destacar el rol que ha cumplido la RER (Red de Estudios de la Represión y la Violencia Política) en la consolidación de este campo de estudios. Desde 2014, a través de encuentros periódicos, dicha red ha fomentado el debate y ha impulsado publicaciones que dan cuenta de la diversidad de investigaciones producidas en distintos lugares del país.
[11] El concepto prácticas sociales genocidas permite advertir que el aniquilamiento no fue un objetivo en sí mismo sino un medio para transformar identidades sociales. A través del terror se destruyeron relaciones sociales de autonomía y cooperación y se establecieron nuevas identidades y relaciones sociales (Feierstein, 2024, p. 95).
[12] Hay que destacar la participación de investigadores e investigadoras en los juicios por delitos de lesa humanidad como testigos de contexto en distintas jurisdicciones.
[13] Se incluyó la persecución y detención por razones de identidad u orientación sexual dentro de la ley de reparación para expresos/as políticos/as (ley provincial N.°13298 de 2012). https://www.pagina12.com.ar/115437-una-reparacion-historica-a-la-diversidad
[14] Se trata del juicio en el que se juzgaron los crímenes contra 605 víctimas de los centros clandestinos de detención que funcionaron en las brigadas de investigaciones de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes, Lanús y San Justo, conocidos los dos primeros como los “pozos” de Banfield y Quilmes y el tercero como “El Infierno”, en la jerga utilizada por los ejecutores del terrorismo de Estado: https://www.fiscales.gob.ar/lesa-humanidad/la-plata-condenan-a-prision-perpetua-a-10-acusados-por-los-crimenes-de-lesa-humanidad-contra-605-victimas-en-las-brigadas-de-banfield-quilmes-lanus-y-san-justo/
[15] Durante 1975 en el piedemonte mendocino aparecieron numerosos cadáveres de delincuentes comunes asesinados con el mismo modus operandi empleado contra personas consideradas subversivas y prostitutas.
[16] Más detalles en el sitio del Ministerio Público Fiscal: https://www.fiscales.gob.ar/lesa-humanidad/masacre-del-pabellon-septimo-juzgan-a-tres-agentes-penitenciarios-por-el-incendio-en-el-que-murieron-65-reclusos-del-penal-de-devoto-en-1978/
[17] Las numerosas producciones académicas sobre la cuestión represiva han estado marcadas por un fenómeno que excede al propio campo: el abordaje de breves períodos de tiempo y a escalas reducidas. Entendemos que esto se debe, en gran parte, al fortalecimiento del sistema de becas de CONICET que abrió la posibilidad para muchos/as jóvenes de realizar estudios de posgrado y propició la aparición de publicaciones. En palabras de Pablo Ghigliani y Alejandro Schneider, como “contracara, el recorte del objeto, las metodologías utilizadas, los registros discursivos, acentuaron su subordinación a las normas del sistema académico” y muchas veces las producciones quedaron subordinadas a los “criterios de productividad definidos por el ritmo de la particular cadena de montaje de las carreras profesionales” (2015, p. 10).